jueves, 11 de septiembre de 2008

Cegato emocional: confesiones de un empollón

Siempre, desde mi más tierna infancia, he tenido una mente brillante. Lo digo sin vanidad, en serio. Sin una pizca de vanidad, porque hoy no me entusiasma demasiado esa idea.
Preferiría haber sido un futbolista genial, un juerguista impenitente, o un tipo con carisma, cualquiera de las tres cosas o una mezcla de las tres. Sin embargo todos tenemos nuestras limitaciones. Nuestro muro de Adriano, más allá del cuál no podemos ampliar nuestras fronteras y penetrar en territorio desconocido.
A mí me tocó ser empollón de niño, y dedicarme a la contabilidad y finanzas de mayor. No es lo que tú eliges, es lo que eres y no puedes cambiar. La vida no es justa. No sé si se puede entender la vida en términos de justicia, intentarlo puede que sea absurdo.
En el colegio entendía todo a la primera. Me bastaba con leerme una vez un tema y lo memorizaba como quién se baja una peli al disco duro de su ordenador. Y no sólo tenía buena memoria, sino que también era bueno en matemáticas. Me encantaban. No entendía por qué a muchos de mis compañeros les costaba entenderlas. Le daba un par de vueltas a un problema, una ecuación, una integral, y enseguida se hacía una luz en mi cabeza que revelaba todo en su auténtica forma. Sin embargo tenía carencias en otras habilidades. Por ejemplo en entender a los otros niños. Su comportamiento era, para mí, extraño, confuso, impenetrable. Como si yo fuese un niño humano conviviendo con seres de otra planeta. Seres racionales pero con una razón alienígena cuyos mecanismos yo no lograba entender. Para empezar, no entendía qué les movía a hacer lo que hacían, qué se les pasaba por la cabeza. Las emociones y los sentimientos que les manejaban eran como dioses ocultos para mí, moviendo hilos invisibles.
Por ejemplo, no entendía la crueldad gratuita. Entendía que en determinadas situaciones difíciles la gente podía ser cruel, con el objetivo de salir adelante aunque fuera a costa de los demás. Pero no entendía que alguien fuera cruel sin obtener nada a cambio, sin un fin, únicamente movido por pura crueldad.
Yo era básicamente bueno, a no ser que circunstancias muy duras me obligasen a dejar de serlo, y entonces el monstruo que dormía dentro de mí perpetraba lo que yo creía que eran horribles pecados, aunque ahora entiendo que sólo era alguna mentira piadosa y alguna falta menor.
Sólo entendía los sentimientos y las acciones que me eran afines. Todo lo demás era un caos imposible de descifrar. Me costaba entender los sentimientos de los demás cuando no estaban en sintonía con los sentimientos que me eran propios y resultaban familiares.
No es que yo fuera un psicópata. La diferencia es que un psicópata no tiene sentimientos, dentro de su corazón sólo hay un vacío insondable, pero es capaz de entender los sentimientos de los demás, aunque de la misma forma en la que un ingeniero puede entender cómo funciona una lavadora.
Yo, sin embargo, tenía sentimientos. Sentía compasión por los demás, demasiada compasión. Tanta que ahora me arrepiento. Siempre estaba presto a perdonar la ofensa, a no guardar rencor, a respetar a los demás y compadecerme de los que sufren. Pero la mayoría de las veces no entendía a los demás. Esto era especialmente difícil en las situaciones sociales, en los papeles que cada uno desempeñaba. Había gente que parecía tener claro cuál era el suyo, y su escala en la jerarquía: el guay (buen deportista, carisma, seguridad en sí mismo, extroversión), el abusador (fortaleza física, sadismo, sin escrúpulos ni remordimientos), el payaso (parecido al abusador pero con menos fortaleza y más ingenio, en vez de darte patadas te insultaba y te ponía motes que te duraban para toda la vida), el resto de gregarios (los mediocres sin ninguna habilidad por encima de la media, que siguen al guay e intentan parecerse a él aunque no tienen madera para llegar a serlo y lo saben), el empollón (inteligente aunque sólo de un modo intelectual, inseguro, introvertido, acomplejado).
Puedo decir que hubo algo que me salvo. Yo era fuerte. Me refiero a que era físicamente muy fuerte. Más fuerte que el abusador, que era el más fuerte de la clase después de mí. Así que aunque fuera un empollón, el abusador no me podía poner una mano encima. Esa hubiera sido una de las situaciones en las que, de haberse dado, yo hubiera sido un poco menos bueno, aunque con un propósito.
Lo que no entendía el abusador de mí es que yo no hiciera uso de mi fuerza. Que pudiendo amedrentar y sacudir a todo el mundo de forma arbitraria (justo lo que hacía él), yo, sin embargo, renunciase a tanta diversión, a tanto placer gratuito. Eso le sacaba de quicio. Después de todo yo no era el único que no entendía a los demás.
Pero yo me daba cuenta que había gente para la cuál yo era como un libro abierto, eran capaces de ver mis intenciones con toda claridad, al igual que yo hacía con ecuaciones y fórmulas. Eran "empollones sociales", y el más notable de todos era el guay de la clase. Por algún motivo hay cualidades que suelen ir separadas. Si se tiene un CI demasiado alto no se puede ser competente socialmente. Si eres bueno en los deportes no puedes tener un CI astronómico (lo que no significa que no seas inteligente). Es un paquete todo en uno. No se puede separar. Memoria, razonamiento lógico, abstracción, capacidad sintética y analítica por un lado, competencia social, habilidades psicomotrices, inteligencia emocional y autoestima por otro.
De todas las habilidades de las que carecía había especialmente dos que me hacían sentir como un tullido, la incompetencia social y la ceguera emocional.
Pondré un ejemplo de incompetencia social: es el cumpleaños de la profesora y los alumnos le preguntan por su edad. Ella dice que tiene veinte. Todos los alumnos se ríen. Todos... excepto uno. No sabe qué tiene gracia. No se da cuenta de que es evidente que la profesora NO tiene viente años. Tiene cuarenta y tantos. Para él, que tiene diez años, una persona de más de diecisiete ya es mayor, y no diferencia entre alguien de veinte años y alguien de cuarenta. Y tampoco sabe que la gracia está en que la profesora no revela su edad verdadera y dice la que le gustaría tener. Pero aunque le hubiesen explicado eso al chico que no se ríe tampoco hubiera entendido dónde está la lógica de querer ser más joven. Del atractivo físico juvenil que se pierde con la edad y el deseo de recuperarlo.

Un ejemplo de incompetencia emocional: en el intercambio de una clase, una chica le propone algo absurdo al chico-que-no-se-entera. Quiere que ambos se miren fijamente a los ojos durante un rato. El chico-que-no-se-entera rechaza esta propuesta, que nunca nadie le había hecho, y cuyo objetivo no alcanza a comprender. El chico-que-no-se-entera no se entera. La chica insiste, lo toma de las manos y le dice que lo único que quiere es que se miren a los ojos durante un rato, sin apartar la vista el uno del otro en ningún momento. El chico-que-no-se-entera piensa que ya tiene bastante, y vuelve a rechazar la oferta, esta vez irritado.

Durante el instituto e incluso en la universidad la cosa no mejoró mucho. Además a mí lo que me interesaba eran mis estudios. Estaba matriculado en ingeniería industrial y administración de empresas al mismo tiempo. Sólo tenía tiempo para estudiar. Mi círculo social era ínfimo y las relaciones con las chicas inexistentes.

Puedo decir que todo cambió cuando conocí a Ana. Fue la única chica con la que podía tratar y no me sentía inseguro. Un día empezamos a salir. Ahora me doy cuenta de que fue más idea de ella que mía, aunque lo hizo de forma que parecía que se me había ocurrido a mí. A lo largo de estos siete años (¡qué rápido pasa el tiempo!) ella ha sido mis ojos en todo aquello en lo que yo era ciego, mi intérprete de lo que quería decir aquél extraño lenguaje de los niños-extraterrestres que yo no alcanzaba a comprender, y que se convirtió con los años en un lenguaje adulto.
Hace unos día me ha dejado, creo que para siempre. No le guardo rencor.

lunes, 1 de septiembre de 2008

La guardia del banco

Me contaron esta historia hace algunos años. Me acuerdo de quién me la contó pero no dijo vivirla en primera persona, cosa que le resta credibilidad.

Parece ser que en algún cuartel, y durante varios meses, se estableció un singular rito. Durante el día, varios soldados rasos se turnaban en la tarea de vigilar un banco que había en el interior del emplazamiento, impidiendo que se hiciera uso del mismo. Lo llamaban la "guardia del banco".
Durante esos meses nadie se preguntó cuál era el objetivo de tan extraño protocolo. Los soldados simplemente cumplían con las órdenes de sus superiores y nadie hacía preguntas. Hacer preguntas en la "mili" es peligroso, casi tan peligroso como ofrecerte voluntario para ser el primero en hacer una prueba.

La "guardia del banco" tuvo su final gracias a un sargento recién llegado. Este sargento fue el único que se cuestionó, por lo menos en voz alta y delante de otros, la utilidad de la guardia del banco. Empezó a preguntar de menor a mayor rango para ver si alguien sabía algo. Se hartó de preguntar a soldados rasos, cabos, sargentos, brigadas, subtenientes, alférez, tenientes, capitanes, comandantes, tenientes coroneles, coroneles... nadie le pudo decir nada, hasta que llegó al general, que era la máxima autoridad en el emplazamiento. Éste no supo decir el motivo de esta costumbre, pero sí se acordaba de un coronel, que se había ido a otro destino hacía unos meses, y que identificaba vagamente como autor de esta.

Por fin consiguió dar con el coronel, que tuvo que hacer algo de memoria para acordarse. Resulta que justo el día antes de cambiar de destino se había pintado el banco, y había dejado ordenado que alguien vigilase el banco para que nadie se sentara. Parece ser que no especificó la duración de la órden ni el motivo. Así que de alguna manera la burocracia hizo que se instaurase aquella estrafalaria guardia, de la que meses después nadie alcanzaba a compreder sus motivos.

Como digo, no sé si la historia es cierta, pero me pregunto cuántas "guardias del banco" existirán en la vida, y cuánta gente las sigue sin cuestionarse nada.

domingo, 24 de agosto de 2008

Tipos de personas

Puedo parecer simplista, pero creo que en el mundo hay tres tipos de personas: por un lado están los que no tienen ni idea de quiénes son, por otro, están los que saben quiénes son pero no lo aceptan, y por último los que saben perfectamente quiénes son y les encanta.
Antes del martes de esta misma semana yo era de los del segundo tipo, pero, debido a los acontecimientos, ahora pertenezco al tercer tipo de persona.
En realidad, todo empezó por los motivos más insospechados. Me fui a trabajar temprano y a media mañana la red informática se cayó. No tengo idea de cómo funcionan los ordenadores, así que no sabía si aquello iba para largo o no. Después de un rato de remolonear por la oficina, bajamos a avisar al técnico de sistemas. Ya estaba al tanto del asunto, así que nos fuimos a tomar un café.

A media tarde el problema seguía sin resolverse. Hablamos con nuestro superior, fingiendo indignación con lo ocurrido, aunque no más de lo necesario. Nos quejamos enérgicamente de que no podíamos hacer nada excepto cruzarnos de brazos todo el santo día, ya que teníamos en red todo nuestro trabajo.

Cuando ya faltaba una hora para que se acabase la jornada, algunos de nosotros empezamos a especular con la idea de irnos antes, porque ¿de qué servía que estuviéramos allí perdiendo el tiempo?

Nos asomamos al despacho del jefe, y no estaba, así que nos fuimos sin armar mucho revuelo. Media hora más tarde estaba sosteniendo la llave de mi casa para introducirla en la cerradura. Dentro se oían leves murmullos, seguidos de esporádicas e incontenibles risotadas. Decidí no entrar. Presté más atención a los murmullos. Al cabo de un rato tenía claro que una de las voces pertenecía a mi mujer. La otra no la reconocí pero era de un hombre.

Sentí que la sangre se me helaba, mis manos empezaron a sudar sin parar. No sabía qué hacer. Finalmente fui al pasillo y me escondí detrás de una planta (creo que la planta se llama tronco de brasil pero no estoy seguro). Tenía que ponerme de cuclillas y quedarme muy quieto para que no me vieran.

Once minutos treinta y siete segundos más tarde vi salir de mi casa a un desconocido que rondaba los cuarenta, alto, con canas, no excesivamente guapo pero distinguido en su forma de vestir y de andar. Se montó en el ascensor y se fue. Creo que no me vio.

Esperé otros cinco minutos, mientras mi cabeza no paraba de dar vueltas. Finalmente entré en casa. Patricia estaba sentada en el cuarto de la tele, viendo alguna tontería, como si nada hubiera pasado. Incluso se acercó a mí y, con toda naturalidad, me dio un beso de bienvenida.
-"Cariño, ¿qué tal el trabajo?" dijo melosa.
-"Una auténtica lata, se cayó la red y no pudimos hacer nada en todo el día" dije tratando de parecer anodino.

Me fije en sus ojos, parecían más grandes de lo normal, cómo si proyectaran una extraña luz.
Súbitamente me empecé a sentir aliviado. Al principio no lo entendía, pero luego caí en la cuenta.
-"Ahora se acabaron los remordimientos"dije para mis adentros.
A continuación, nos pasamos toda la tarde en frente de la tele, acurrucados en el sofá del salón, viendo programas del corazón hasta que se hizo la hora de cenar.

Cómo escribir una historia corta por Kurt Vonnegut

  1. Utiliza el tiempo de un completo desconocido de forma que él o ella no sientan que ha sido tiempo desperdiciado.
  2. Dale al lector al menos un personaje del que pueda estar a favor.
  3. Todos los personajes deben querer alguna cosa, incluso si sólo es un vaso de agua.
  4. Cada frase debe hacer una de las siguentes cosas: revelar un personaje o avanzar en la acción.
  5. Empieza lo más cerca del final como sea posible.
  6. Sé un sádico.
  7. Escribe para agradar justo a una persona.
  8. Dale a tus lectores tanta información como sea posible, tan pronto como sea posible.

sábado, 23 de agosto de 2008

Fuego

Salgo de mi habitación. Parece que el cabeza-ciruela se ha ido a alguna parte, así que no hay nadie más en casa. Cojo las llaves que están en la arandela de la pared que está justo al lado de la puerta, y me dirijo hacia el ascensor.

Ya en la calle, camino a buen paso hasta Cuatro Caminos y tuerzo a la izquierda por la calle Santa Engracia. Llego a la altura de los cines y continuo.

Unos tres minutos después oigo una sirena, y un camión de bomberos sale a toda velocidad de un garaje en el lado izquierdo de la calle. Lo primero que se me viene a la mente es la cocina de mi casa, pero en seguida me deshago de ese pensamiento. Instantes después, cuando llego a la altura del parque de bomberos, observo en el interior del garaje del parque a unos hombres en camiseta y pantalones cortos. Parece que están realizando estiramientos.

Continuo con mi caminata.

El "ruina"

La última vez que vi a J.L fue hace diez años, entre examen y examen de selectividad. Estaba haciendo tiempo en el césped del campus universitario y me encontré con él. Nos pusimos a hablar. No lo veía desde octavo curso. No recuerdo de lo que hablamos pero sé que, aunque la conversación fue cordial, algo había cambiado en él. Los dos habíamos ido a un colegio de pago pero ahora hablaba como un ruina de Ofra. Además, parecía pretender cierta actitud cínica. Me pregunto qué será de él.